miércoles, 4 de noviembre de 2009

Drogadependencia, mitos y realidades

Carlos Souza Para LA NACION
Noticias de
Opinión
Miércoles 4 de noviembre de 2009 Publicado en edición impresa
El reciente fallo de la Corte Suprema de Justicia sobre la despenalización de la marihuana para uso personal abarca la orbita de lo jurídico, pero también de la salud, la disyuntiva del límite de las libertades individuales cuando no afectan a terceros y aspectos éticos que van más allá de un cambio de legislación en materia de drogas.
Un aspecto favorable sobre el foco moral que conlleva el cambio de legislación es que intenta echar por tierra la conocida definición de que estamos frente a una "guerra contra las drogas", frase acuñada por Richard Nixon, en 1969, en el contexto de una situación económica y política similar al actual escenario estadounidense. Acuciado por la guerra que no podía ganar y un déficit comercial que controlaba precariamente gracias a maniobras dignas de un equilibrista, declaró, fiel al estilo republicano de buscar funcionales enemigos por doquier, que la droga era el enemigo público número uno. Esta definición, junto con las acciones que la acompañaron, generaron una ideología que sirvió, y aún sirve, para tranquilizar la conciencia de las sociedades de que estamos frente a un ataque externo del cual debemos defendernos de manera implacable.
La lista de fracasos de esta forma de pensamiento belicoso y las políticas que nacieron de él es larga. Uno de ellos fue el Plan Colombia, que, después de seis billones de dólares invertidos, obtuvo como resultado un aumento del 27% de los cultivos de coca en su territorio entre 2006 y 2007 según informes de la ONU.
Uno de los grandes errores de pensar las drogas como si fueran un virus con vida propia, alimentando la idea del enemigo externo, es que los mismos sistemas que generan las condiciones para su desarrollo son los que se quitan responsabilidad de ser procreadores de un problema engendrado en las raíces mismas de la sociedad de consumo. De esta manera, se estigmatizó y criminalizó al último de los eslabones de una larga cadena de responsables, a quienes no tienen contactos políticos ni pistas de aterrizaje clandestinas, tampoco conocen de paraísos fiscales ni lavado de dinero.
El drogadependiente busca, en un extremo del hiperconsumo, llenar vacíos y compensar su personalidad psicológica y existencialmente frágil en un contexto social con altos umbrales de tolerancia hacia las conductas autodestructivas, junto a padres con problemas para poner límites a esas conductas.
En el otro extremo, están los adictos que ven un mundo con pocas o nulas oportunidades de pertenecer, acumulando algunos un resentimiento imposible de medir, al cabalgar sobre sus impulsos, sin ningún apego por la vida propia o por la ajena.
Desde esta perspectiva, se deben criminalizar los actos delictivos, no la adicción en sí misma. Un tipo de perfil es el de un delincuente que consume drogas y éste consumo amplifica la violencia que naturalmente posee, y otro muy diferente es el de un adicto que delinque a partir de su adicción. Si bien todos los actos violentos que afectan a la comunidad deben ser punibles, la naturaleza de éstos es categóricamente distinta.
Entender la diferencia ayudaría a discutir otra forma de estigmatización social: asociar directamente la droga con el delito. Ni todo adicto es un delincuente ni todo delincuente es un adicto. Ciertos fenómenos de masas incluyen generar un excesivo temor a partir de los trágicos y traumáticos episodios que genera la delincuencia, de ahí proviene en una buena medida la radicalización de aquellos que están en contra de la definición de la Corte, generando el mito y un temor al desborde social en materia de drogas a partir del fallo.
Nada será muy diferente al sombrío panorama actual con respecto a la ausencia de claras políticas de Estado para contener un problema desbordado.
La Iglesia advierte sobre una "despenalización de hecho" en las villas. Fonga, la federación que agrupa a más de 60 ONG dedicadas a la asistencia, denuncia la falta de presupuesto nacional y provincial para atender esta problemática y la descontrolada situación en la provincia de Buenos Aires. La antigua secretaría dependiente del gobierno provincial perdió jerarquía, pasó a la órbita del ministerio de Salud, bajo el rango de subsecretaría. Sin embargo, en una buena parte de los discursos políticos se nombra la importancia de desarrollar programas eficaces de prevención y de asistencia a los adictos. El desolador panorama nacional en materia de drogas se asemeja al desierto y a la ausencia de rumbo en el que vive un adicto.
No obstante, la despenalización del uso de drogas es un avance, no un retroceso. Existen muchas experiencias, incluidas las de países vecinos, que demuestran que el consumo no se descontroló por un cambio de legislación que busca, en definitiva, no criminalizar un problema que debe ubicarse en la orbita de la salud. Sin embargo, resulta un retroceso el contexto sociopolítico sin rumbo ni estrategias de contención definidas en el que se instrumenta el cambio; lo cual no es un error menor. Desde esta visión, el fallo parece más cercano a una salida ilusoria frente a un panorama desbordado, que el producto de una reflexiva y consensuada alternativa en un contexto general que desarrolle sólidos, previsibles y plurales programas asistenciales y preventivos en materia de drogas, educación y salud integral.
La realidad es que las drogas seguirán conviviendo entre nosotros. Existe una gravísima problemática desatendida en la dimensión que se merece y que sigue avanzando.
La asignación de recursos acordes a la dimensión del problema, actualmente bordean lo irrisorio, la articulación con áreas técnicas de ONG y el diseño de políticas de Estado en la materia son los grandes desafíos pendientes, si son dimensionados de esta forma. Quedar atrapados únicamente en la polarización "a favor o en contra" del fallo de nuestro máximo tribunal es mirar el árbol y no un bosque que, desde hace años, está reclamando cuidados.
© LA NACION

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