martes, 3 de noviembre de 2009

Derecho a la educación sexual

Catalina Wainerman Para LA NACION
Noticias de Opinión
Lunes 7 de setiembre de 2009 Publicado en edición impresa
La ley nacional de educación sexual integral 26.150 establece la obligatoriedad de las escuelas de todo el país, de gestión privada y estatal, confesionales y no confesionales, de impartir un programa integral de educación sexual, desde el nivel inicial hasta el superior de formación docente y de educación técnica no universitaria. Al hacerlo, da respuesta a la preocupación de la sociedad y del Estado por cuestiones relativas a la salud sexual y reproductiva, los problemas del VIH-sida y otras enfermedades de transmisión sexual, el aumento del embarazo adolescente, el aborto, la iniciación sexual más temprana.
Lo hace desde una perspectiva integral de la educación sexual como derecho humano, que articula las dimensiones biológica, psicológica, social, afectiva y ética en pos de la formación armónica de las personas. La discusión que plantea por estos días un sector de la Iglesia Católica argentina respecto del cumplimiento de la ley sancionada ya hace años reinstala un debate que parece ya perimido.
La ley de educación sexual integral explícitamente reconoce la potestad de cada escuela de adaptar las propuestas que formula a su realidad sociocultural, a su ideario institucional y a las convicciones de sus miembros. Pero las instituciones educativas deben ajustarse a la perspectiva general de la ley. Esta fue diseñada dentro del marco legal más general de la Constitución nacional, que establece la garantía de los derechos de los niños, niñas y adolescentes a acceder a los mejores niveles de salud, de información y a desplegar sus capacidades y potencialidades sin riesgos para sus vidas.
A esta altura, es claro que la educación sexual no puede orientarse a disminuir el "riesgo" o las consecuencias negativas del ejercicio de la sexualidad. Esta perspectiva, que prevaleció en algunos sectores de la sociedad, que aún intentan que siga prevaleciendo, ha probado no ser eficaz ni en disminuir los embarazos no deseados ni las enfermedades de transmisión sexual.
La sexualidad no es sólo una cuestión de salud ni de reproducción. Antes que mirar a los jóvenes como una población en riesgo, hay que mirarlos, al igual que la ley, como una población con derecho a diseñar su propio proyecto de vida y a llevarlo a cabo de manera autónoma, con respeto a la inviolabilidad y dignidad de cada cual. Esto requiere una mirada integral de las personas, que trasciende lo orgánico, lo genital, lo exclusivamente biológico y corporal para incluir aspectos que tienen que ver con lo social, con lo normativo, con lo afectivo, con las relaciones interpersonales, con el poder y con la igualdad de ambos sexos para ejercerlo.
Este discurso, que está presente en la ley, no es fácil de implementar, y no lo es porque en esta temática el discurso legal va más allá de los sentimientos, valores y concepciones profundas que los individuos y el imaginario social tienen respecto de la sexualidad.
La sexualidad y su ejercicio siguen estando plagadas de tabúes, mitos, miedos, vergüenzas, sentimientos de transgresión, de pecado, de culpa. La imagen pecaminosa de la sexualidad que prevalece en algunos sectores de la sociedad va unida a la del riesgo para la salud, porque el riesgo es una fuente legítima de preocupación y motor de acciones para contrarrestarlo.
De que el riesgo como consecuencia del ejercicio de la sexualidad no informada y no trabajada adecuadamente existe no hay duda, pero la sexualidad no es una enfermedad. Muy por el contrario, es un componente esencial de nuestra identidad. Deslegitimarla y/u ocultarla socialmente tras el riesgo, tras los prejuicios, encarna otro riesgo también muy importante de negar nuestro propio derecho a la identidad.

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